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Siempre miramos el atardecer viendo la luz que se va, pero nunca miramos hacia atrás. Mis ojos se posaron en el cielo y desde donde se escondía el sol atravesé con la mirada, de extremo a extremo, el manto de colores por encima de mi cabeza. Amarillo, anaranjado, fucsia, violeta, azul oscuro y, de golpe, el negro; solo oscuridad. Detrás siempre la hay. Las estrellas brillaban ahí escondidas para que no las olvides; están ahí, míralas porque la oscuridad también es olvidar lo que ya pasó, lo que ya fue, lo que fueron o que existieron en el caso de que hayan dicho auf Wiedersehen y no tenías idea. Se hizo la luz. Y cuando el silencio del cosmos se quebró, la luz, en miles de fotones, comenzó a formarlo todo porque si no hay luz, no hay creación. Si no la hay, no sabes que algo existe. Por eso debes unirte a ella al morir: para unirte a lo primordial, para hacer verídica tu existencia, para seguir siendo un algo hasta la eternidad. Si todo se apaga, todos lo haremos juntos incluso aquellos que creemos que ya no están. Las estrellas titilan con fragor, quieren decir algo, quieren drama, pero solo sonrío. La vista al cielo se termina por culpa de unos edificios y abajo, en la calle, una pareja en una esquina están acaramelados, hablando con esas ganas y ese tacto de los que están apunto de crear una historia de amor y están dando los primeros pasos.

"Mira, eso es amor. Quiere amor. Bésale. Estará feliz. El amor hace feliz a las personas", me dijeron las estrellas. Con el fragor en la mente, atravesé la calle y me fui directo hacia la pareja. Soy un hombre que quiere ver a la gente feliz; muchas veces, un optimista. La agarré del brazo para apartarla y ella me miró con sus grandes ojos color miel debajo de unas pestañas largas y unos labios color carmesí que se entreabrieron con un ligero suspiro; una belleza. Lo miré a él... y lo besé a él.

Ah, ¿no era así? Nadie fue específico.

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